Sobre el poder de la palabra, el ego en conflicto y el silencio que sabe
Por Esteban Pinotti
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Le debo el desarrollo de este texto a Juan Londoño, a Verónica López Correa, Lorena Suárez Cardoza, y a Valentina Molina que en uno de nuestros encuentros —entre palabras que abrían, preguntas que insistían y silencios que sabían— sembraron las inquietudes que aquí propongo explorar—o, al menos, empezar a desentrañar. Ninguna de las ideas que aquí aparecen es enteramente mía. Es fruto de la conversación, de la curiosidad compartida, del saber que se dilata y se vuelve colectivo cuando se piensa con otros. Surgió, como todo lo que tiene raíz verdadera, en el contexto de una clase. Pero no una clase en el sentido académico, sino como ese espacio donde algo se revela —sin plan, sin apuro— y nos modifica. Como escribió Borges en el prólogo a El hacedor, “si alguna de estas páginas consiente alguna línea feliz, pido al lector que me perdone la descortesía de haberla usurpado previamente”… porque no me pertenece a mí, sino a la tradición del nosotros que se abrió en aquel encuentro.
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El eco de una antigua voz
Sobre el poder de la palabra, el ego en conflicto y el silencio que sabe
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Hay algo en nosotros que resiste. Que no quiere cambiar. Que prefiere el terreno conocido, incluso cuando duele. Incluso cuando mata. Algo que desconfía del movimiento, de la apertura, de la posibilidad. No se trata de debilidad, ni de pereza espiritual. Es más hondo. Más estructural. Como una raíz que no vemos, pero que sostiene toda nuestra arquitectura interior. Un impulso silencioso que no anhela crecer, ni comprender, ni despertar. Solo quiere sobrevivir.
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Ese impulso tiene un rostro, un lenguaje, una lógica. Lo llamamos ego. No es un enemigo, aunque a veces nos lo parezca. Tampoco es una sombra oscura a la que debamos combatir. Es una construcción. Una defensa. Una forma de organizar la experiencia para que el dolor no nos derribe. Nos protege, sí. Pero también nos limita. Nos cuida, pero a veces nos encierra. Y lo hace con delicadeza: no con gritos, sino con susurros. Con narrativas. Con palabras. Palabras que no siempre elegimos. Palabras que hemos heredado. Palabras que usamos, muchas veces, sin notar que están construyendo los barrotes de una jaula invisible. Las que decimos en voz baja. Las que repetimos sin darnos cuenta. Las que empleamos para hablarnos —y, a veces, para herirnos. Decimos lo que creemos pensar. Pensamos lo que alguna vez nos dijeron. Y cuando nos hablamos —en la intimidad más callada— recurrimos a esas mismas palabras como dagas o como escudos. Rara vez como revelación.
Esta reflexión es una invitación a entrar en ese umbral. No para luchar, resistir ni eliminar al ego, ni para declararle la guerra, sino para preguntarnos: ¿quién habla cuando nos hablamos? ¿Qué voz está gobernando nuestra vida? ¿Qué relato seguimos repitiendo sin advertirlo? Y, sobre todo, ¿qué palabra está esperando ser dicha para abrir lo que llevamos tanto tiempo conteniendo?
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¿Qué idea tienes del ego? ¿Lo consideras un enemigo? ¿Lo imaginas como una sombra que boicotea tu crecimiento, como un impostor disfrazado de voz interior… o como una estructura necesaria para moverte en el mundo? ¿Aliado o villano? ¿Compañero de ruta o saboteador encubierto? Quizás el problema no esté en el ego en sí, sino en la forma en que nos relacionamos con él. Tal vez la urgencia de clasificarlo —de juzgarlo como “bueno” o “malo”— sea, de hecho, una de sus trampas más sofisticadas. Porque el ego no es ni bueno ni malo: es funcional. Opera como una arquitectura de protección. Nos sostiene, nos organiza, nos preserva. ¿De qué? De morir. Intelectual, emocional o físicamente.
Por eso defendemos nuestras ideas y necesitamos tener razón. Por eso evitamos emociones que nos expongan o que nos incomoden. Por eso miramos —casi en automático— a la izquierda antes de cruzar la calle. El ego nos ayuda a evitar el dolor, sí, pero a veces también nos impide aspirar a la plenitud. ¿Y si esa estructura que evita que nos rompamos también es la que nos impide abrirnos? ¿Y si lo que hoy llamamos “yo” es apenas un refugio que un día —sin darnos cuenta— confundimos con la casa?
Quizás por eso mismo, distintas tradiciones espirituales se han detenido durante siglos a meditar para observar la arquitectura de esa casa. Le debemos a las culturas de Oriente —el budismo, el hinduismo, el taoísmo, entre otras— una mirada más sutil, más ondulante, sobre aquello que en Occidente llamamos “ego”. No lo piensan como algo que poseemos, sino como una ilusión en la que habitamos sin darnos cuenta. Y es precisamente ese darse cuenta lo que define la consciencia: no como un estado elevado o místico, sino como el simple —y contundente— gesto de advertir que hay una voz hablando en mí… y que no soy esa voz.
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Una identidad que, más que consolidarse, se confunde: no soy quien observa, sino aquello que se deja confundir por lo observado. ¿No ocurre, acaso, que terminamos por creer que somos nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestros logros, nuestros temores? El ego se adhiere a todo eso: al cuerpo que envejece, al nombre que repetimos, a la historia que nos contamos, al relato que nos justifica. Y esa adhesión —invisible, constante, casi automática— se vuelve un centro gravitacional desde el cual interpretamos el mundo. Pienso, luego existo; sufro, luego soy. ¿Pero quién es ese “yo” que piensa, que sufre, que desea tener razón? ¿Somos eso que sentimos o lo que observa en silencio ese sentir? ¿Somos lo que poseemos o aquello que tiembla cuando lo pierde?
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El ego, entonces, no es una sustancia que pueda señalarse con el dedo, sino una niebla que se confunde con la piel. Una forma de apego persistente, casi imperceptible: soy mis pensamientos, soy mi historia, soy mi cuerpo, soy mi miedo, y las emociones que brotan como ecos de esa identidad en construcción. Y tal vez fue en ese mismo proceso de formación donde comencé también a tomarme las cosas personalmente. Porque cuando el ego se confunde con la voz que creo ser, toda diferencia se vuelve amenaza. No es una idea mía la que se cuestiona: es mi más íntimo “yo” el que se siente puesto en tela de juicio. Así, una objeción se experimenta como rechazo. Una opinión distinta, como una forma de abandono. Una crítica, como una herida. Ya no hablamos para encontrarnos, sino para defendernos. No debatimos ideas: protegemos identidades.
Quizás por eso algunas creencias se vuelven trincheras: la religión, la política, el equipo de fútbol. No porque estén colmadas de verdad, sino porque hemos decidido vivir dentro de ellas. Lo que está en juego no es la razón, sino la pertenencia. La necesidad de preservar intacta la imagen que llamamos “yo”.
Esa identificación con lo que pienso es lo que me lleva, una y otra vez, a vivir tantas situaciones como si fueran personales. “No te tomes nada personalmente”, propone Miguel Ruiz en uno de sus cuatro acuerdos. Pero ese acuerdo no se firma con la voluntad, sino con la consciencia. Y esa consciencia no consiste en evitar la emoción, sino en reconocerla sin confundirse con ella. No es lo mismo estar enfadado, celoso o triste, que advertir que estoy experimentando enfado, celos o tristeza. Esa brecha —sutil, pero decisiva— es la que permite emerger al sujeto tácito. Aquel que observa. Aquel que no es la emoción, ni la voz, ni el cuerpo. Es en ese umbral donde el alma descansa, no porque se imponga, sino porque ya no necesita defenderse.
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Pero ¿cuándo empieza ese proceso? ¿En qué momento comencé a creer que esa niebla soy yo? Tal vez desde el instante mismo en que empecé a hablar. Desde el momento en que nacemos, heredamos un lenguaje que, a su vez, está impregnado de una cultura. Y así, quedamos atrapados en una red de significados prestados. Aprendemos a usar la palabra no como acto de autenticidad, sino como mecanismo de adaptación: hablamos para obedecer, para ser aceptados, para evitar el rechazo. El lenguaje, decía Borges en su poema East Lansing, es “una orden de signos rígidos” que, aunque acaso precisos, “sutilmente serán falsos”, porque la realidad es inasible. Y sin embargo, son esos signos los que terminan organizando no solo nuestra forma de ver el mundo, sino también nuestra idea de quiénes somos.
Cada juicio que validamos, cada promesa que repetimos, cada etiqueta que incorporamos, se carga de una emocionalidad que no nos pertenece, pero que adoptamos como si fuera parte de nuestra esencia. Así empieza la construcción del ego: no como una traición, sino como una estrategia. Un relato que se teje con miedos, con escasez, con la certeza muda —e inapelable— de que “así es el mundo y no hay otra forma.”
Pero no vemos el mundo como es. Lo vemos como somos.
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El juicio que hiere
Le debemos a la filología, a la literatura y a la ontología algo más que una lupa, un narrativa o una teoría del lenguaje: les debemos una manera distinta de habitar la palabra. Una forma de asumir que, al hablar, no solo describimos el mundo: también lo creamos, lo modificamos, lo sostenemos. La propuesta de Rafael Echeverría —en la ontología del lenguaje— no surge en el vacío. Es heredera y síntesis viva de un linaje filosófico que incluye a Ludwig Wittgenstein, John L. Austin, Humberto Maturana, John Searle y Fernando Flores, entre otros. Cada uno, desde su campo, abrió grietas en la visión tradicional del lenguaje como simple instrumento de representación. Echeverría retoma ese legado y lo despliega en una clave práctica y existencial: nos invita a observar no solo qué decimos, sino desde dónde lo decimos y qué mundo estamos creando con ello. Su afirmación es inquietante, fértil y transformadora: el lenguaje no es un mero vehículo para expresar lo que pensamos; es el lugar mismo donde se teje la realidad. No hablamos sobre el mundo —hablamos el mundo.
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No se trata, entonces, de un juego filosófico abstracto. Las implicancias de esta mirada sobre el lenguaje son radicalmente concretas. No es una afirmación sobre algo que ya es, sino una declaración que instala un modo de ver y de habitar. Cuando digo “no soy suficiente”, no estoy constatando una verdad objetiva –como si tal cosa existiera–, sino dictando una sentencia: una forma de vivir que se volverá autoconfirmatoria. Porque el juicio —cuando no se lo cuestiona, cuando se lo toma como una verdad y no como un acto lingüístico— se convierte en sentencia y si el veredicto es culpable condena.
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Muchos de esos juicios que hoy nos decimos no nacieron en nosotros. Fueron pronunciados por voces que revestimos de autoridad: padres, docentes, sacerdotes, figuras adultas que un día nos dijeron que éramos “demasiado sensibles”, “malos para las matemáticas”, “inadecuados para hablar en público” o, incluso, “especiales”, “responsables”, “buenos alumnos”. Juicios que, sin ser revisados, fueron asumidos como verdades. Los validamos no por su contenido, sino por la legitimidad que le otorgamos a quien los pronunció. Y desde entonces, sin saberlo, los fuimos repitiendo. A eso podríamos llamarlo juicio maestro: no por la sabiduría que encierra, sino por la fuerza estructural que ejerce, por su capacidad de articular toda nuestra narrativa en torno a él. Como si toda la relación con nosotros mismos —y muchas de nuestras decisiones— se tejiera alrededor de ese núcleo primigenio. Una viga silenciosa que sostiene, desde las sombras, la arquitectura completa de nuestro relato interior.
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¿Cuántos de esos juicios siguen vivos en la forma en que nos hablamos hoy? ¿Qué frases escuchas todavía en tu conversación interna que no te pertenecen, pero que repites como si fueran tuyas? ¿Qué aspectos de tu identidad están sostenidos por declaraciones que jamás te diste la oportunidad de revisar —y menos aún, de desafiar? Y si ese relato te nombra desde antes de que pudieras elegirlo, ¿cuánto crees que incide en tus decisiones, en tus actos, en tus logros?
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Hay una conversación silenciosa que casi nunca interrumpimos. Una relación que, a diferencia de las demás, nunca se toma vacaciones. Solemos pensar en los vínculos humanos en clave de “interpersonal”: mi relación con el otro, con los otros. Y sin embargo, la relación más influyente, la más constante —y muchas veces la más brutal— es la que mantenemos con nosotros mismos. Esa voz que comenta en segundo plano lo que vivimos, incluso ahora, mientras lees estas líneas. A veces es apenas un murmullo, otras, una presencia envolvente. Pero se vuelve especialmente nítida cuando el mundo se aquieta y nos quedamos a solas con ella: nuestra propia voz interior.
Esa voz no es neutra. Nos habla desde una historia. Y como toda historia, tiene un tono, un juicio, una intención. Nos susurra, nos interrumpe, nos advierte, nos compara, nos exige, nos alienta, nos fortalece, nos debilita. ¿De dónde viene? ¿Quién habla cuando nos hablamos? ¿Es esa la voz de la lucidez o la de la repetición? ¿Es guía o es eco?
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Tara Mohr, –autora a quien conocí gracias a Verónica López en aquella conversación que mencioné–, ofrece en su libro Playing Big una lúcida distinción sobre este territorio: diferencia entre el Inner Critic (el Crítico Interno) y el Inner Mentor (el Mentor Interno). No son metáforas: son configuraciones psíquicas, voces simbólicas que operan como narradores de nuestra vida. El Crítico Interno es esa voz automática, severa, que busca prevenirnos del fracaso, de la exposición, del rechazo. Tiene una función adaptativa: nos protege, sí, pero lo hace con un lenguaje tóxico. Su origen suele estar vinculado a esos juicios maestros que nunca cuestionamos, y su poder radica en el hábito: lo hemos escuchado tantas veces que terminamos confundiéndolo con la verdad.
La propuesta de Mohr no es “callar” al Crítico —eso solo le da más fuerza—, sino reconocerlo, identificar su tono, su frecuencia, sus formas. Nombrarlo para que deje de operar en las sombras. Porque, como intuyó Jung, lo que resistes, persiste. Combatido, el Crítico se fortalece; observado, empieza a desdibujarse. Solo entonces puede abrirse el espacio para otra voz: la del Inner Mentor, una figura interior sabia, compasiva, serena, que no nace del deseo de corregirnos, sino de sostenernos en coherencia. No nos grita desde la exigencia, sino que nos guía desde una visión más honda de lo que podríamos llegar a ser.
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¿Cuánto espacio le damos, día tras día, a esa relación intrapersonal? ¿Qué mundo interno estamos creando con la manera en que nos hablamos? ¿Qué decisiones postergamos no por falta de capacidad, sino por el peso de una voz que aprendió a desconfiar de nuestra posibilidad de brillar?
Porque, al final, toda transformación profunda —incluso aquella que busca impactar afuera— comienza en el modo en que nos tratamos puertas adentro. Y si el lenguaje tiene poder de crear realidades, entonces la manera en que nos hablamos no es solo una cuestión emocional: es una decisión ontológica.
No siempre nos saboteamos por miedo al fracaso. A veces, lo que tememos es la potencia de lo que podríamos llegar a ser si dejáramos de escucharnos desde la voz equivocada. El autoboicot no es, como suele pensarse, una simple falta de disciplina o de valentía. Es una lealtad inconsciente al relato interior que nos mantiene a salvo, aun cuando esa “seguridad” nos ahogue. Es la manifestación conductual de una conversación interior que no hemos tenido la consciencia de percibir o el coraje de cuestionar.
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El Crítico Interno no se presenta como enemigo. Se disfraza de prudencia, de sentido común, de modestia. Habla en nombre de lo razonable, de lo sensato, de lo que “conviene”. Y así, sin levantar la voz, instala su dominio: pospone nuestros proyectos, aplaza nuestras decisiones, interfiere en nuestras declaraciones más profundas. No nos impide avanzar, simplemente nos convence de que aún no es el momento. Y nosotros le creemos.
¿No es esa una de las formas más sofisticadas de supervivencia del ego? Aquel que aprendió a hablarnos con nuestras propias palabras, pero desde el miedo. Desde la escasez, desde la herida. Aquel que repite antiguos juicios como si fueran advertencias amorosas. “No es suficiente”, “no estás listo”, “mejor esperar un poco más”… El Crítico no necesita destruirnos: le basta con distraernos. Y en esa distracción, se diluye algo esencial: nuestra capacidad de declarar. Porque si algo tiene la palabra cuando se pronuncia con consciencia, es poder. Poder para abrir realidades, para detener o revertir inercias, para iniciar procesos, para reconfigurar el sentido; para crear. Pero si antes de pronunciarla ya está erosionada por el juicio, por la sospecha, por la duda infundada, entonces pierde su fuerza generativa. La voz no crea: repite. No revela: se defiende.
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El autoboicot es, en el fondo, una forma de lenguaje. Un tejido interpretativo. Es la narrativa que interrumpe, que sabotea desde la gramática del miedo. No es casual que las grandes decisiones que transforman una vida no sean siempre las más arriesgadas, sino las que logramos pronunciar con firmeza. “Sí, quiero.” “No más.” “Hasta aquí.” “Ahora es el momento.” “Si va a ocurrir, depende de mí.” Declaraciones simples, sí. Pero estructurales, porque rompen con el ritmo del Crítico y dan lugar a la voz del Mentor.
Y entonces, la pregunta se vuelve inevitable: ¿desde qué voz estamos escribiendo nuestra vida? ¿Qué parte de nosotros está eligiendo, hablando, postergando? ¿Qué palabra está esperando ser dicha, y no por azar, sino como acto de soberanía? Porque cuando recuperamos la relación con nuestra voz —no la que aprendimos a usar, sino la que nos habita desde siempre—, entonces, y solo entonces, dejamos de vivir a la sombra del juicio y comenzamos a habitar el lenguaje como posibilidad.
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La encrucijada entre el ego y el ser ¿Quién gobierna?
Hay decisiones que no se toman una sola vez. Se toman cada mañana, cada vez que dudamos, cada vez que hablamos, cada vez que postergamos. Una de ellas, quizá la más honda, es esta: ¿quién está gobernando mi vida?
No es una pregunta metafórica. Es concreta, directa y estructural. Porque dentro de mí no hay una sola voz, ni una sola intención. Hay fuerzas en tensión. Está el ego, que aprendió a cuidar, a temer, a protegerse de la intemperie emocional. Y está el ser —o el centro, o la esencia, o como cada uno quiera nombrarlo— que anhela desplegarse, asumir riesgo, vivir en contacto con lo incierto, lo verdadero. Vivir con sentido; realizarse.
El ego gobierna desde la supervivencia. Su trono es la zona de seguridad, su ley es la comodidad, su lógica es la repetición. No quiere expansión, quiere continuidad, supervivencia. Es como un centinela que vigila que nada cambie demasiado, que no nos expongamos al dolor, que no crucemos los límites de lo conocido. Y por eso, incluso cuando nos impulsa a actuar, lo hace desde el cálculo, desde el control, desde la necesidad de certidumbre.
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Pero hay otra posibilidad. Otro centro de gravedad. Un punto interno que no vive a la defensiva, sino en apertura. No está motivado por la escasez, sino por la presencia, por un llamado más alto. No teme la vulnerabilidad, la atraviesa. No necesita tener razón, solo estar en coherencia. A ese núcleo lo podríamos llamar el ser, o el centro. Es allí donde habita el Inner Mentor del que habla Tara Mohr. No es una voz externa ni una idea idealizada de lo que deberíamos ser. Es la parte más sabia de nosotros mismos. La que no negocia con el miedo, pero tampoco lo niega. La que puede sostener la incertidumbre sin cerrarse, y la que no necesita garantías para caminar hacia la plenitud.
¿Y cómo sabemos quién está gobernando en un momento dado? Escuchando el lenguaje. Lo que decimos, nos dice. Las palabras que elegimos —o evitamos— no son inocentes: revelan el lugar interno desde el que operamos. Observar qué juicios repetimos, qué declaraciones postergamos, qué frases autorizamos sin cuestionar, es una forma de escucha activa. No solo de lo que suena afuera, sino de lo que vibra adentro. Porque escuchar, en este nivel, es leer entre líneas. Es detectar la atmósfera desde donde se pronuncia una palabra. Cuando el ego gobierna, la palabra se usa como escudo. Cuando gobierna el ser, la palabra se vuelve puente o catapulta. No es un detalle menor: es una diferencia ontológica.
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Cada vez que pronunciamos un “no puedo”, un “no es para mí”, un “mejor después”, podríamos preguntarnos: ¿quién está hablando en mí? ¿Quién sostiene este relato? ¿A quién le sirve esta versión? Porque muchas veces no son las circunstancias externas, ni es la vida la que nos limita, sino el narrador al que hemos entregado el micrófono.
No se trata de expulsar al ego. Como ya vimos, tiene su función: nos ha traído hasta aquí con éxito; hemos sobrevivido. Pero si dejamos que gobierne, también será él quien decida —no solo los colores del paisaje— sino dónde termina el camino. Y no hay expansión posible bajo su mandato. No hay creación, no hay revelación, no hay declaración auténtica que pueda brotar de una consciencia adormecida que solo busca sobrevivir.
Entonces, tal vez no se trate de suprimir ninguna voz, sino de elegir cuál autorizamos para gobernar. Y eso no se resuelve en la teoría. Se resuelve en el lenguaje que elegimos usar, en el silencio que nos permitimos habitar, y en las declaraciones que nos atrevemos —o no— a pronunciar.
Porque la transformación no empieza en las palabras que decimos, sino en las que nos atrevemos a caminar. Y a veces, caminar una palabra es más revolucionario que gritar una certeza.
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Las condiciones de supervivencia del ego
Hasta aquí, hemos intentado escuchar con atención: a las voces que nos habitan, a los juicios que nos condicionan, a las palabras que autorizamos y a las que postergamos. Hemos visto cómo el ego, cuando gobierna, lo hace no desde la plenitud, sino desde la cautela. No desde la expansión, sino desde la necesidad de proteger lo conocido. Pero ¿desde qué condiciones opera ese mandato? ¿Cuál es el suelo que le da sustento?
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Hay una perspectiva que puede incomodar, pero tal vez sea justamente por eso que merece ser atendida. Como hemos sugerido antes, habitamos —en gran medida— al interior de una cultura: un sistema de interpretación que no fue elegido, sino heredado. Un marco que no nos prepara para la libertad, sino para la supervivencia. Ese marco no es una doctrina consciente, pero opera en transparencia y con fuerza: se instala en creencias, mandatos, fórmulas, hábitos de lectura del mundo. Una suerte de matriz que suele estructurarse en torno a ciertas condiciones no nombradas, pero persistentes; condiciones que podríamos identificar —al menos provisionalmente— como: «más, mejor, diferente»; «escasez»; «inevitabilidad»; «posición»; «separación». No son errores. Son comprensibles. Incluso necesarias en ciertos contextos: estrategias de protección, de adaptación, de continuidad. Cinco condiciones invisibles, pero activas. Como paredes de una sala en la que hemos nacido, vivido, decidido. El problema no es que existan. El problema comienza cuando se vuelven permanentes. Cuando dejamos de reconocerlas como construcciones. Cuando olvidamos que estamos adentro.
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Una de las más sutiles —y también una de las más corrosivas— es la que podríamos llamar la trampa del «más, mejor o diferente». No importa dónde estemos: siempre hay una versión ideal a la que deberíamos aspirar. El presente, por definición, no alcanza.
El ego clava su aguijón de insatisfacción, y desde allí reaccionamos. A veces lanzándonos a una búsqueda frenética de estímulos o logros vacíos: un mejor coche, un mejor trabajo, una mejor pareja. Otras veces refugiándonos en la postergación: nunca es ahora, nunca es esto. Esa lógica no solo impide la gratitud; también erosiona la posibilidad de declarar desde la plenitud. Porque si siempre falta algo, ¿cómo voy a comprometerme con lo que hay?
Sin embargo, esta condición puede convertirse en una gran aliada. El deseo de ir por más, de buscar algo mejor o diferente, es el modo en que el ego —fiel a su objetivo de supervivencia— genera tensión vital. Ese empuje hacia el futuro nos da dirección, nos sostiene en movimiento, incluso nos salva. Pero cuando esa tensión se convierte en mandato, lo que era impulso se vuelve tiranía. La insatisfacción, que puede ser alimento de la acción, se transforma entonces en vacío estructural. En lugar de inspirarnos, nos devora.
Por eso el “desde dónde” se vuelve esencial. Desear más, aspirar a algo mejor, imaginar lo diferente… puede ser valioso para nuestra vida. Incluso necesario. Siempre que no nazca de una escasez crónica, de una carencia estructural, sino de una consciencia lúcida: esa que reconoce que el impulso tiene raíces en el ego. Ese fuego es necesario —sí, por vital, por dinámico, por fértil— pero también ambiguo. A veces, incluso traicionero. Si lo reconocemos, podemos caminar con él sin ser arrastrados por él.
Una vez más, la pregunta regresa con la fuerza de lo inevitable: ¿quién está gobernando?
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Cada una de estas condiciones sostiene al ego en su estrategia principal: evitar el riesgo de desaparecer, en última instancia; de morir. Y lo hace a través de la palabra. El juicio que no cuestionamos. La promesa que pronunciamos sin estar presentes. La declaración que no nos atrevemos a hacer.
No se trata de negar estas condiciones. Se trata de verlas. De reconocer cuándo son ellas las que están decidiendo por nosotros. Porque lo que no se nombra, gobierna en las sombras. Y lo que se observa, comienza a transformarse. Y si lo que no se ve, decide, entonces nombrar no es describir: es liberar.
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(En este apartado hemos explorado solo una de las condiciones de supervivencia. Las otras —escasez, inevitabilidad, posición y separación— nos esperan más adelante. Cada una con su forma de operar. Cada una, con su propio espejo.)
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La palabra como camino: de la herida a la creación
Hemos visto cómo el lenguaje puede volverse un espejo que deforma, un eco del juicio maestro, una estrategia de defensa más que de revelación. Pero también sabemos —intuitivamente, corporalmente— que hay otra posibilidad. Que la palabra puede ser, también, medicina. Que no todas las voces internas nacen del miedo, y que hablar no siempre es repetir lo aprendido.
Hay palabras que liberan. Palabras que no obedecen al ego ni a la urgencia de tener razón. Palabras que no explican: declaran. Y al declarar, crean. Porque la palabra, cuando no está al servicio de la supervivencia, puede ser un acto de soberanía.
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Miguel Ruiz, en Los Cuatro Acuerdos, recoge una sabiduría ancestral con una fuerza transformadora extraordinaria: sé impecable con tus palabras. Pero, ¿qué significa ser impecable en un mundo donde el lenguaje está saturado de juicio, de comparación, de escasez? No se trata de hablar “bonito”, ni de evitar el conflicto, ni de adoptar un tono neutro y correcto. Impecabilidad, en su raíz, no significa perfección. Significa sin pecado. Y pecado, en su sentido más profundo, es toda acción —o palabra— que va contra uno mismo.
Entonces, ¿cuántas veces pecamos contra nosotros mismos con lo que decimos en silencio? ¿Cuántas veces nos narramos desde la insuficiencia, desde la culpa, desde la indignidad? ¿Cuántas veces elegimos palabras para agradar, para no incomodar, para mantenernos a salvo… cuando lo que deseamos decir habita en otro registro, más arriesgado, más verdadero?
Ser impecable con la palabra no es hablar como se espera. Es hablar como se siente cuando el miedo deja de gobernar. Es permitir que la voz surja no desde el personaje que construimos para ser aceptados, sino desde el núcleo que habita más allá de las máscaras. Es elegir decir menos, pero decir desde el centro. Es saber que cada palabra que pronunciamos tiene un efecto —no sólo afuera, sino adentro.
Porque la palabra es semilla. Puede sembrar claridad o confusión. Puede afianzar el relato del ego o abrir la posibilidad del ser. Puede profundizar la herida o empezar a cerrarla. Y la impecabilidad es, quizás, la práctica más fina de toda transformación: no se nota al principio, pero con el tiempo, reconfigura el suelo entero de nuestra existencia.
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No se trata de ser perfectos. Se trata de volvernos conscientes. Y entonces, cada vez que vamos a hablar —con otro o con nosotros mismos—, preguntarnos: ¿desde qué lugar estoy diciendo esto? ¿A quién estoy sirviendo con estas palabras? ¿Esta frase me ensancha o me reduce? ¿Estoy sembrando verdad o simplemente reforzando el relato aprendido?
En un mundo saturado de ruido, ser impecable con la palabra puede sonar radical. Y tal vez lo sea. Pero es también la forma más silenciosa —y más poderosa— de recuperar el gobierno interior.
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El poder de declarar (y de escuchar)
Tal como hemos visto antes una declaración no es un juicio más. Es un acto fundante. Decir “me comprometo” no es solo expresar una intención, es trazar una frontera entre un antes y un después. Decir “perdono”, “renuncio”, “elijo”, “ya no más”, es ejercer el poder ontológico del lenguaje: no describir el mundo, sino crearlo.
Pero ese poder solo se vuelve real cuando la palabra nace de un lugar distinto. No del ego que quiere sobrevivir, sino del Inner Mentor, esa figura que Tara Mohr propone como contrapeso al crítico. No es un modelo idealizado, ni una voz externa. Es la versión más sabia de uno mismo. La que no busca tener razón, sino estar en coherencia. La que no juzga, sino observa. La que no grita, sino susurra desde el fondo de una conciencia más antigua.
Contactar con esa voz no es un acto místico ni un privilegio reservado a unos pocos. Es, simplemente, callar el ruido del juicio para escuchar algo más hondo. Es recordar que la palabra puede ser herida, pero también puede ser bálsamo. Que no hay impecabilidad en el lenguaje si no hay primero discernimiento interno. Que la palabra que transforma no es la que se pronuncia con seguridad, sino la que nace del silencio atravesado.
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¿De qué estamos hablando, entonces?
Estamos hablando de recuperar el poder. No ese poder que se impone desde la fuerza o la manipulación —ese es el poder del ego herido—, sino el poder que nace de la presencia. El que emerge cuando nos atrevemos a mirar de frente nuestras condiciones de supervivencia y a declarar que ya no queremos vivir desde ahí. El que se cultiva cuando elegimos no alimentar más al crítico y abrimos espacio para el mentor. El poder de decir, con impecabilidad: basta. O, con humildad: ahora sí.
Porque el mapa no es el territorio, y la voz que te dice que no puedes, que no eres suficiente, que no es el momento, no está describiendo la realidad. Está describiendo una cárcel. Y cada vez que le das la razón, refuerzas los barrotes. Pero hay otra voz. Una que no se escucha con los oídos, sino con el alma. Una que no se impone, sino que espera. Una que no dice “esto es lo que tienes que hacer”, sino “esto es lo que podrías ser”.
Escuchar esa voz es un acto de rebeldía.
Nombrarla es un acto de creación.
Vivir desde ella, quizás, la única revolución verdadera.
¿Qué palabras te estás diciendo cuando nadie más te escucha?
¿A qué juicio le estás rindiendo obediencia?
¿Qué declaración estás postergando por miedo a tu propio poder?
Tal vez sea hora de callar la voz que quiere sobrevivir, para permitir que hable la que sabe vivir.
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A modo de umbral final
Como en ciertas partituras o poemas, algunas ideas no concluyen: resuenan. Y por eso necesitan una coda. No como epílogo, sino como un espacio donde el texto deja de argumentar y empieza a escuchar. Donde las palabras no buscan convencer, sino acompañar. Una coda no explica: abre. No resume: prolonga. Es la forma en que ciertos textos respiran después de haber dicho lo esencial. Lo que sigue no es un cierre. Es un silencio escrito. Un modo de quedarme, un poco más, en la orilla de lo no dicho.
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Coda
La palabra después de la palabra
para Juan Londoño.
No hay urgencia.
El sentido no irrumpe: madura.
No se trata de comprender, de aplicar, de traducir en acto inmediato lo que fue apenas un roce de luz.
A veces basta —y es todo— con callar un instante más.
Quedarse en la frontera de lo no dicho.
Allí donde la palabra no alcanza, pero tampoco se retira.
Donde una frase —la más simple— se transforma en umbral:
“no puedo”, “no es para mí”, “tal vez más adelante”…
y entonces, sin violencia, sin juicio, sin premura,
preguntarse con ternura:
¿quién está hablando en mi nombre?
¿Quién pretende dictar esa sentencia desde el fondo de mi voz?
No hay enemigo que vencer,
ni sombra que expulsar.
Solo una escucha que se afina,
una consciencia que despierta
un horizonte que se dilata.
Recordar que hay una voz más honda que todas las voces.
Una que no juzga ni empuja.
Una que no busca brillar.
Una que no se impone:
espera.
Solo quiere decir su verdad,
como quien se nombra por primera vez.
Esa voz no busca convencer.
No quiere razón: quiere sentido.
Y cuando por fin hable —sin ornamento ni escudo—,
el lenguaje dejará de ser defensa
y se volverá hogar.
Porque la voz verdadera no busca imponerse.
Solo espera que estemos listos para volver a casa.
Esteban Pinotti.
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