CONVERSANDO CON EL ESPEJO

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Sesión 2 – El poder de tu palabra

La ética del compromiso

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El valor de la palabra: la impecabilidad como fundamento de la confianza y el liderazgo

El lenguaje es más que un vehículo para describir la realidad: es el cincel con el que esculpimos el mundo que habitamos. Durante siglos, la palabra fue vista como una herramienta meramente representativa, un puente entre lo que ya es y su reflejo en el discurso. Sin embargo, los avances en la filosofía del lenguaje han revelado una verdad más profunda: el lenguaje no solo nombra la realidad, la crea.

Desde los estudios de Wittgenstein hasta la ontología del lenguaje de Rafael Echeverría, sabemos que cada palabra pronunciada configura una trama de significados que moldea la identidad de quien la emite y de quien la recibe. La impecabilidad de la palabra, entonces, no es solo un principio ético, sino un requisito ontológico: habitamos las palabras que decimos, nos convertimos en lo que declaramos.

Miguel Ruiz, en Los cuatro acuerdos, afirma que la impecabilidad con la palabra no se trata únicamente de evitar la mentira, sino de usar el lenguaje con precisión y conciencia. Cada compromiso que asumimos, cada promesa que realizamos, cada declaración que emitimos, construye o destruye algo en el mundo.

Pero si el lenguaje tiene poder, también tiene consecuencias. Fred Kofman, en La empresa consciente, lo deja claro: las organizaciones funcionan como redes de compromisos y la confianza es el activo más valioso de cualquier líder o institución. Cada vez que se rompe una promesa, no solo se quiebra un acuerdo puntual: se erosiona el tejido mismo de la confianza.

Así como el pez vive en el agua, nosotros habitamos una realidad sostenida por un tejido de acuerdos. Desde los contratos formales hasta los pactos tácitos de la convivencia, todo vínculo se sostiene en la palabra empeñada. Cada declaración abre un espacio de posibilidad; cada promesa modela nuestra identidad en función de nuestra palabra.

Echeverría sostiene que el lenguaje no es un simple reflejo de la realidad, sino la estructura misma a través de la cual la interpretamos y la configuramos. No tenemos acceso directo a los hechos, sino a los juicios que hacemos sobre ellos. Esos juicios definen nuestro mapa del mundo y de nuestras relaciones, estableciendo quién es confiable, quién merece nuestro compromiso y en qué medida estamos dispuestos a sostener la reciprocidad.

Cada vez que alguien incumple su palabra con nosotros, no solo tomamos nota del hecho: emitimos un juicio. ¿Qué evaluación haces automáticamente cuando alguien rompe un compromiso contigo? ¿Cuántas promesas rotas pueden acumularse antes de que la confianza se disuelva por completo? En términos ontológicos, la confianza no es un hecho estático, sino un fenómeno lingüístico, un juicio que emitimos sobre la credibilidad y la consistencia de los demás.

Lo mismo ocurre en sentido inverso: cada vez que incumples una promesa con alguien, esa persona también formula un juicio sobre ti. Tal como señala Echeverría, los juicios son actos generativos, construyen o destruyen realidades. Cuando alguien nos percibe como inconsistentes o poco confiables, no solo emite una opinión: está modelando su relación con nosotros, está modificando el espacio de acción y de posibilidad que se abre o se cierra en función de la confianza.

La confianza, entonces, no es una entidad inmutable, sino una trama de juicios en permanente evolución. Habitar el lenguaje significa habitar un mundo de compromisos, donde cada palabra cumplida fortalece los vínculos y cada palabra rota debilita el espacio de posibilidad compartido.

Sin embargo, no todos los acuerdos tienen la misma visibilidad. Algunos son explícitos, otros tácitos; algunos son formales, otros apenas perceptibles, pero no por ello menos determinantes.

  • Los acuerdos con los demás son los más visibles y medibles. Un contrato laboral, un compromiso de pareja, una cita con un amigo. Son aquellos en los que nuestra credibilidad se pone a prueba de manera inmediata.
  • Los acuerdos con nosotros mismos son más invisibles, pero también más peligrosos de romper. Son las promesas de cambiar un hábito, de dedicarnos tiempo, de sostener nuestros propios valores.

Y aquí emerge un punto clave: cuando una persona es más fiel a los acuerdos con los demás que a los que hace consigo misma, está enviándose un mensaje silencioso pero devastador: los otros son más importantes que yo.

No hay traición más destructiva que la que cometemos contra nosotros mismos. Un acuerdo roto no solo impacta a los demás: erosiona la confianza que depositamos en nuestra propia palabra. Pero a diferencia de cuando incumplimos con otro, donde la consecuencia es visible, la ruptura con nosotros mismos se esconde bajo capas de justificación. «No era tan importante», «lo haré después», «hoy no es el día». Y así, sin notarlo, minamos nuestra propia credibilidad.

Así como no nos relacionamos directamente con los demás, sino con los juicios que hacemos sobre ellos, tampoco nos relacionamos con un «yo» fijo e inmutable, sino con la narrativa que construimos sobre nosotros mismos. No es el hecho de fallar en sí mismo lo que nos afecta, sino el juicio que generamos sobre nuestra confiabilidad. Cada promesa incumplida no solo es una acción fallida, sino una declaración implícita sobre quién creemos ser.

Si alguna vez te has prometido algo y no lo has cumplido, no se trata solo de un descuido momentáneo: modificas la percepción que tienes de ti mismo. ¿Qué juicio acuñas cuando rompes un acuerdo contigo? Tal vez pienses que no eres lo suficientemente disciplinado, que no puedes confiar en tu propia determinación, que lo que declaras carece de peso incluso para ti. Si tu palabra no vale para ti, inevitablemente surge la pregunta: ¿qué tanto vales en tu propio juicio?

Pero esta estructura no es rígida ni definitiva. Así como los juicios pueden limitar, también pueden abrir posibilidades. La ontología del lenguaje nos recuerda que somos el relato que nos contamos, pero que ese relato puede rediseñarse. Modificar la manera en que cumplimos nuestras promesas personales no es un acto menor: es una intervención ontológica que transforma nuestra manera de habitar el mundo.

Cada vez que honramos un compromiso con nosotros mismos, no solo ejecutamos una acción concreta: reconfiguramos el juicio de confianza que sostenemos sobre nuestra identidad. Y en esa repetición, en ese nuevo patrón de cumplimiento, se gesta una transformación profunda, una reconstrucción del límite entre lo posible y lo imposible en nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos.

Romper un acuerdo no es un acto fortuito. Cada incumplimiento es una declaración silenciosa sobre nuestras verdaderas prioridades. Si decimos «voy a hacer ejercicio» y no lo hacemos, lo que en realidad estamos diciendo es: hay algo más importante que mi compromiso conmigo mismo.

Pero, ¿qué es ese algo? Kofman lo explica con brutal claridad: si no tomamos consciencia de nuestras prioridades ocultas, vivimos en la ilusión de que queremos algo mientras nuestras acciones nos muestran que queremos otra cosa.

  • A veces, tener razón nos parece más importante que mantener la palabra.
  • Otras veces, la comodidad inmediata le gana a la disciplina del compromiso.
  • En muchas ocasiones, buscamos la aprobación ajena más que la coherencia interna.

La clave no es castigarnos por incumplimientos pasados, sino asumir la responsabilidad de reconstruir la confianza en nuestra propia palabra. Pero, ¿cómo hacerlo?

Una promesa no es un decreto inamovible, sino un acuerdo que involucra a ambas partes. Cuando las circunstancias cambian y el compromiso se vuelve difícil de sostener, la mejor opción es renegociarlo antes de que el incumplimiento ocurra. Echeverría nos recuerda que la integridad no radica en sostener promesas a cualquier precio, sino en gestionar compromisos con responsabilidad y consciencia.

Renegociar no es evadir, sino preservar la confianza antes de que el quiebre ocurra. Implica tres pasos clave:

  1. Avisar con anticipación: No esperar hasta el último momento para informar que no se podrá cumplir con el acuerdo.
  2. Ofrecer una alternativa viable: No solo decir «no puedo», sino plantear una solución diferente.
  3. Validar la respuesta de la otra parte: Asegurarnos de que el nuevo acuerdo satisface ambas necesidades.

Si el compromiso ya se rompió, el primer paso es reconocerlo sin evasivas. El problema no es el error en sí, sino cómo respondemos a él. Un reconocimiento efectivo evita excusas y justificaciones innecesarias.

Kofman introduce el concepto de «reclamo productivo», que es una conversación en la que se reconoce el quiebre, se asume la responsabilidad y se busca restaurar la confianza.

  • Decirlo de manera directa: «Sé que me comprometí a esto y no lo cumplí».
  • Evitar justificaciones vacías: Explicar lo ocurrido sin diluir la responsabilidad.
  • Escuchar el impacto en la otra persona: Permitir que la otra parte exprese cómo le afectó el incumplimiento.

Pedir disculpas es un primer paso, pero la verdadera restauración del compromiso ocurre cuando proponemos acciones concretas para reparar la confianza dañada.

Leonardo Wolk sostiene que un compromiso recompuesto requiere no solo expresar arrepentimiento, sino también ofrecer garantías de que el incumplimiento no se repetirá.

Algunas formas de resarcir un incumplimiento pueden incluir:

  • Cumplir con el compromiso en un nuevo plazo y asegurar que esta vez se respetará.
  • Realizar una acción compensatoria que equilibre el impacto del incumplimiento.
  • Comprometerse a mejorar la gestión de compromisos futuros para evitar repeticiones del mismo problema.

Un compromiso roto no tiene por qué convertirse en un patrón. La confianza no es binaria—se construye y se recupera con el tiempo. Pero la recuperación no ocurre con palabras, sino con acciones reiteradas.

Si reconocemos que hemos fallado en mantener acuerdos, la única manera de modificar ese juicio es a través de hechos concretos. ¿Cómo hacerlo?

  • Ser más consciente de lo que realmente podemos cumplir antes de comprometernos.
  • Reducir la cantidad de promesas impulsivas y priorizar compromisos que podamos sostener.
  • Generar evidencia de que nuestra palabra tiene peso, honrando los pequeños acuerdos antes de asumir grandes responsabilidades.

La clave está en demostrar con hechos que el incumplimiento no define nuestra identidad, sino que ha sido un punto de inflexión para una mayor consciencia y solidez en nuestros compromisos.

El incumplimiento no solo tiene un impacto en quien lo comete, sino también en quien lo recibe. Cuando alguien rompe su compromiso con nosotros, el mensaje silencioso pero automático es: “algo fue o es más importante que honrar mi palabra contigo”.

La primera vez puede tomarnos desprevenidos. Podemos justificarlo, relativizarlo, incluso hacer concesiones en nombre de la confianza. Pero, ¿hasta cuándo?

La pregunta es inevitable: ¿por qué permitir que alguien rompa su compromiso conmigo más de una vez? ¿Cuántas veces tengo que aceptar, aunque sea de manera implícita, que no soy una prioridad para el otro?

Aceptar reiteradamente el incumplimiento de otro nos lleva a sostener una narrativa de baja autoestima y resignación. Sin darnos cuenta, podemos estar reforzando la idea de que nuestra palabra vale menos, de que nuestra presencia es prescindible, de que nuestro tiempo puede ser postergado.

Aquí es donde la consciencia sobre nuestros propios límites se vuelve crucial. Aceptar un incumplimiento no es lo mismo que validar un patrón de irrespeto. Cada vez que alguien incumple con nosotros y lo dejamos pasar sin confrontarlo, estamos fortaleciendo un juicio sobre nuestra propia valía.

¿Qué hacer?

  • Plantear el reclamo con claridad y sin agresividad. No desde la indignación, sino desde la firmeza: “Me dijiste que harías esto y no lo hiciste. ¿Cómo podemos evitar que se repita?”
  • Observar si hay una intención real de reparación o si el incumplimiento se normaliza.
  • Decidir conscientemente cuántas veces estamos dispuestos a tolerar el mismo comportamiento antes de redefinir el vínculo.

La confianza no es incondicional. Es un juicio que podemos modificar y que debemos proteger.

Un compromiso roto no tiene por qué ser una sentencia definitiva. La confianza no se destruye en un solo evento, sino en la acumulación de quiebres no asumidos y no reparados. La verdadera responsabilidad no radica en nunca fallar, sino en cómo respondemos cuando lo hacemos.

Kofman enfatiza que el liderazgo comienza con la impecabilidad en lo pequeño. Un líder que llega tarde a sus propias reuniones, que promete cosas que no cumple, que negocia acuerdos sin respetarlos, está generando una cultura de cinismo y desconfianza.

Si cada promesa es un hilo en el tejido de la confianza, ¿cómo reparamos lo roto? La restauración no ocurre con palabras: se demuestra con acciones consistentes en el tiempo.

Entonces, la pregunta clave es:

  • ¿Cómo manejas tus propios incumplimientos?
  • ¿Cómo gestionas los de los demás?
  • ¿En qué punto decides que una relación—personal o profesional—ha cruzado el límite del descrédito?

Porque al final, la manera en que gestionamos los compromisos, propios y ajenos, es la manera en que modelamos nuestra credibilidad en el mundo.

Al final, la impecabilidad de la palabra no es solo una cuestión de ética, sino de identidad. Nuestra relación con nuestra propia palabra es el reflejo de nuestra relación con el mundo.

La ontología nos plantea que somos observadores de nuestra propia existencia, y que nuestra identidad no es fija, sino moldeada por nuestras declaraciones. Si no tomamos en serio nuestra palabra, nadie más lo hará.

Entonces, la verdadera pregunta es:

  • ¿Qué historia estamos escribiendo con nuestras promesas?
  • ¿Es nuestra palabra sinónimo de certeza o de duda?
  • ¿Somos arquitectos de confianza o agentes de incertidumbre?

Si el lenguaje genera realidad, el mundo en el que vivimos es un reflejo de nuestra impecabilidad con la palabra. Construimos lo que declaramos, habitamos lo que prometemos, y nos convertimos en lo que cumplimos.

Despierta. Tu palabra es tu origen y tu destino.